Pocos
padres empiezan bastante temprano a enseñar a sus hijos a obedecer.
Generalmente se permite que el niño tome la delantera a sus padres en
dos o tres años, al olvidarse de disciplinarlo, pensando que es
demasiado joven para aprender a obedecer. Pero durante todo ese tiempo,
el yo se está fortaleciendo en el pequeño ser, y cada día la tarea de
los padres para obtener el dominio se
hace más difícil. Desde una edad muy temprana, los niños pueden
comprender lo que se les dice con sencillez y claridad; y manejándolos
con bondad y juicio se les puede enseñar a obedecer. Nunca debe
permitírseles que manifiesten falta de respeto hacia sus padres. Nunca
la terquedad se debe dejar sin reprensión. El futuro bienestar del niño
requiere una disciplina bondadosa, amante, pero firme.
Hay una
afección ciega que permite a los niños que hagan lo que quieran. Pero
dejar a un niño que siga sus impulsos naturales, es permitirle que su
carácter se deteriore y se haga eficiente en el mal. Los padres sabios
no dirán a sus hijos: “Sigue tu propia elección; ve adonde quieras, y
haz lo que quieras”, sino: “Escucha la instrucción del Señor”. A fin de
que no se eche a perder la belleza de la vida del hogar, deben hacerse y
aplicarse reglas sabias en él.
Es imposible describir el mal que
resulta de dejar a un niño librado a su propia voluntad. Algunos de los
que se extravían por habérselos descuidado en la infancia, volverán en
sí más tarde por habérseles inculcado lecciones prácticas; pero muchos
se pierden para siempre porque en la infancia y en la adolescencia
recibieron una cultura tan sólo parcial, unilateral. El niño echado a
perder tiene una pesada carga que llevar a través de su vida. En la
prueba, en los chascos, en la tentación, seguirá su voluntad
indisciplinada y mal dirigida. Los niños que nunca han aprendido a
obedecer tendrán caracteres débiles e impulsivos. Procurarán gobernar,
pero no han aprendido a someterse. No tienen fuerza moral para refrenar
su genio díscolo, corregir sus malos hábitos, o subyugar su voluntad sin
control. Los hombres y las mujeres heredan los errores de la infancia
no preparada ni disciplinada. Al intelecto pervertido le resulta difícil
discernir entre lo verdadero y lo falso...
Los padres que aman
verdaderamente a Cristo dan testimonio de ello en un amor hacia sus
hijos que no será demasiado indulgente, sino que obrará sabiamente para
su mayor bien. Dedicarán toda energía y capacidad santificada a la obra
de salvar a sus hijos. En vez de tratarlos como juguetes, los
considerarán como la adquisición de Cristo, y les enseñarán que deben
llegar a ser hijos de Dios. En vez de permitirles entregarse al mal
genio y a los deseos egoístas, les enseñarán lecciones de dominio
propio. Y los niños serán, bajo la debida disciplina, más felices, mucho
más felices, que si se les permitiese hacer como se lo sugieren sus
impulsos irrefrenados. Las verdaderas virtudes de un niño consisten en
la modestia y la obediencia, en oídos atentos para escuchar las palabras
de dirección, en pies y manos voluntarios para andar y trabajar en la
senda del deber. De Autor Momentos de Oracion.
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