Los niños son la heredad del Señor. El alma del niñito que cree en
Cristo es tan preciosa a su vista como son los ángeles que rodean su
trono. Han de ser llevados a Cristo y educados para Cristo. Han de ser
guiados en la senda de la obediencia, no consentidos en el apetito o la
vanidad...
Sobre los padres descansa una gran responsabilidad; pues
se reciben en la tierna niñez la educación y la preparación que dan
forma al destino eterno de los niños y jóvenes.
La obra de los padres es sembrar la buena semilla diligente e
incansablemente en el corazón de sus hijos, ocupando sus corazones con
una semilla que dará una cosecha de hábitos correctos, de veracidad y
obediencia voluntaria. Los hábitos correctos y virtuosos que se forman
en la juventud generalmente señalan el curso del individuo a través de
la vida. En la mayoría de los casos, los que reverencian a Dios y honran
lo correcto habrán aprendido esta lección antes de que el mundo pueda
grabar su imagen de pecado en el alma...
¡Ojalá los padres fueran
verdaderamente hijos e hijas de Dios! Sus vidas exhalarían la fragancia
de las buenas obras. Una atmósfera santa rodearía su alma. Ascenderían
al cielo sus tiernas súplicas en demanda de gracia y de la dirección del
Espíritu Santo: y la religión se difundiría en sus hogares como se
difunden los brillantes y cálidos rayos del sol sobre la tierra. De Autor Momentos de Oracion.
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