Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo para ministrar
incansablemente a la necesidad del hombre. “Tomó nuestras enfermedades, y
llevó nuestras dolencias”, a fin de poder ministrar a toda necesidad de
la humanidad. Vino para quitar la carga de enfermedad, miseria y
pecado. Era su misión traer completa restauración a los hombres; vino
para darles salud, paz y perfección de carácter.
Diversas eran las
circunstancias y necesidades de aquellos que solicitaban su ayuda, y
ninguno de los que acudían a él se iba sin haber recibido ayuda. De él
fluía un raudal de poder sanador, y los hombres eran sanados en cuerpo,
mente y alma.
La obra del Salvador no se limitaba a lugar o tiempo
alguno. Su compasión no conocía límites. Verificaba su obra de curación y
enseñanza en tan grande escala que no había en toda Palestina edificio
bastante amplio para contener las multitudes que acudían a él. En las
verdes laderas de las colinas de Galilea, en los caminos, a orillas del
mar, en las sinagogas, y en todo lugar donde se le podía llevar
enfermos, encontraba su hospital. En toda ciudad, todo pueblo, toda
aldea donde pasara, imponía las manos a los afligidos, y los sanaba.
Dondequiera que hubiese corazones listos para recibir su mensaje, él los
consolaba con la seguridad del amor de su Padre celestial...
Jesús
llevaba el peso aterrador de la responsabilidad por la salvación de los
hombres. El sabía que a menos que hubiese un cambio radical en los
principios y propósitos de la especie humana, todo se perdería. Tal era
la carga de su alma, y nadie podía apreciar el peso que descansaba sobre
él. En la niñez, en la juventud y en la edad viril, anduvo solo...
Día tras día hacía frente a pruebas y tentaciones; día tras día se
hallaba en contacto con el mal, y presenciaba su poder sobre aquellos a
quienes él trataba de bendecir y salvar. Sin embargo, no desmayaba ni se
desalentaba...
Siempre se mostró paciente y gozoso, y los
afligidos lo saludaban como un mensajero de vida y paz. Veía las
necesidades de hombres y mujeres, de niños y jóvenes, y a todos daba la
invitación: “Venid a mí”...
Mientras pasaba por los pueblos y las ciudades, era como una corriente vital que difundía vida y gozo. De autor Momentos de Oracion.
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